Varias dosis de Enrique

“De pequeño me junté con quinquis y tiré del bolso de más de una vieja, después fui con hippies y vendía pulseritas mientras me ponía hasta las trancas de mescalina, mi droga preferida. Pero conocí la Ruta del Bakalao y Valencia se convirtió en mi lugar preferido para vivir”. Este conjunto de historias arrancan su historia de vihda. Este es Enrique en pequeñas dosis.

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Quique el niño

En 1965 Enrique nació en L’Hospitalet en el seno de una familia obrera procedente de Cuenca, que se había trasladado a Cataluña en busca de una oportunidad laboral en la Seat. Allí, los padres de Quique y dos matrimonios más de la familia iniciaron una vida próspera que se interrumpió cinco años más tarde, cuando la madre de Quique murió de leucemia. En ese momento Quique y su hermana, Mari Cielo, retornaron a Cuenca, cada uno a casa de una abuela, para cursar la educación primaria al cuidado de familiares y allegados. Cinco años más tarde, el padre de ambos determinó que era buen momento para regresar a L’Hospitalet así que Quique y Mari Cielo, con 10 y 9 años, prepararon sus maletas con una ilusión efímera que menguaría en cuanto arribaran a Sants. En ese momento cada uno debería instalarse por separado en casa de los dos hermanos del padre, con la esperanza de que sus cuñadas les aportarían el calor de una figura materna.

Cuenta Quique que sus tíos nunca le llegaron a tratar mal, pero tampoco le ofrecieron algo del cariño que sí regalaban dichosos a sus hijas carnales. Pese a que le proporcionaban un techo y comida, y le mantenían aseado, Enrique siempre ha sospechado que su permanencia en ese hogar amargaba la vida de sus anfitriones: “con 13 años descubrí que no podía estar más en esa casa y un buen día decidí escaparme”.

Sin ropa de abrigo y sin techo, la primera noche, después de caminar un buen rato por barrio ajeno, Quique decidió dormir en un parque que se le antojó adecuado. El segundo día se apoltronó junto a la puerta de un bingo y dejó allí pasar las horas. Entre las idas y venidas de los jugadores, un hombre se fijó en él y le preguntó si no tenía casa. Ante la negativa aquél le ofreció dormir en su apartamento. Quique aceptó porque estaba muerto de hambre y pensó que ese tipo le solucionaría la noche pero, al acostarlo en la cama, el hombre le insinuó que quería acariciarle: “empezó a tocarme por la pierna y yo le dije rápidamente que esas cosas no me gustaban. Me pareció que lo había entendido así que no tuve miedo de permanecer ahí. Al día siguiente se despertó y me echó de la casa porque se tenía que ir a trabajar”.

Quique pasó el día vagando por las calles. Desquiciado por el transcurso estacionario de las horas, sabía que por la noche su suministrador acudiría de nuevo al bingo, así que volvió allí a esperarle. Y así durante las tres noches siguientes, aquel tipo ofreció a Enrique un plato de comida y un techo donde reposar. A la cuarta noche que esperaba frente al bingo vio cómo el coche de su padre se acercaba junto a su tío y otros hombres. Entonces salió corriendo a pesar de que sabía que lo terminarían alcanzando: “cuando le comenté a mi padre que había dormido en casa de un hombre me llevó al hospital donde me hicieron pruebas. Evidentemente no salió nada porque yo lo hubiera impedido”. Entonces Quique regresó a la fuerza a casa de sus tíos: “era volver otra vez a la miseria, ellos no me daban nada de dinero, y a mi padre me costaba mucho racanearle las pesetas”.

Quique, el quinqui

Podría decirse que si Eloy de la Iglesia se hubiera pasado por L’Hospitalet para reclutar actores para alguna de sus películas, habría podido fijarse en Enrique y en su grupo de colegas: “siempre veía que mis amigos salían con más dinero que yo, así que me junté con la peña más problemática del barrio porque ellos sabían sacarse las castañas del fuego. Fue en esa época cuando tiré de algún bolso. Solo lo hacía cuando me parecía necesario y para ello nos íbamos a un barrio de pijos y elegíamos a quien más rabia nos daba”. Muy pocas de las veces Quique fue detenido por la policía: “como era menor de edad, si te pillaban, te llevaban a comisaría, te daban una buena tunda y te dejaban marchar. A veces, la paliza era en la misma calle. Y si te preguntaban por el teléfono de casa de tus padres, siempre eras huérfano”.

Cuando la hermana de Quique, Mari Cielo, cumplió los 14 su padre creyó que ya podía hacerse cargo de las tareas de la casa, así que ella y Quique se instalaron en el que un día fue su hogar: “volvimos para reiniciar una vida juntos, pero en seguida nos dimos cuenta de que ya no teníamos un apego especial. Mi padre era un hombre chapado a la antigua y a nosotros nos rechinaba que a esas alturas quisiera imponer sus reglas”. Cuando la familia de Quique al fin se reunió todos sus miembros se sentían recíprocamente unos extraños.

Con 15 años Quique fumaba porros y comía tripis. Le gustaba experimentar con la hierba porque le transmitía bienestar en su día a día, pero le encantaba el ácido porque por aquella época Quique fue conociendo que la psicodelia le creaba una verdadera adicción: “los tripis eran muy baratos, por 200 pesetas podías pasar todo un festival con un viaje alucinante, así que no te lo pensabas”. La experimentación de Quique con el LSD se produciría de manera gradual: “los comencé a consumir cuando iba con los colegas de excursión al campo, después nos los comíamos en los conciertos heavies, más tarde me los hacía en solitario, mientras estudiaba, pero ya tiempo después me los he llegado a comer de continuo en el trabajo. Y durante más de 20 años he sido taxista en Valencia”.

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Quique, por entonces, era joven, quería experimentar y gastarse el mínimo dinero posible en sus ciegos: “cuando no había droga, nos conformábamos con arramblar en las farmacias algo de Dexedrina o Rohypnol”.

A pesar de que Quique no tenía ningún interés por los estudios, casi sin pretenderlo, con 17 años finalizó COU de manera satisfactoria: “el día antes de Selectividad fui con dos amigos a un concierto de Black Sabbath y UFO, te puedes imaginar, fui volando toda la noche y, sin dormir, al día siguiente no sé ni qué escribí en mis exámenes. El caso es que aprobé”. Pero a Quique estudiar no le complacía, lo que él quería era disponer de dinero para no sentirse tan limitado. Pronto, sus intereses económicos cambiarían paralelamente a su consumo de nuevas drogas.

El Quique hippie

Después de ver cómo algunos de sus amigos se metían en problemas serios con la Justicia, Quique se planteó a los 18 años cambiar progresivamente de ambiente: “yo nunca había sido partidario de hacer daño a la gente, así que me olvidé de los colegas más quinquis y me dediqué a pedir en la calle junto a un grupo de hippies que conocía. Hacíamos pulseritas todo el día y llevábamos una vida la mar de tranquila”. Quique sentía que una vida de buen rollo era posible sin necesidad de arriesgarse a una detención o una paliza: “entonces entre colgante y colgante me dediqué a hacerme mescalina hasta el punto de considerarla mi droga preferida. Los viajes eran ideales, no tenías subidas ni bajadas, pero sobre todo la gente era muy agradable y abierta. Sentí que todo aquello era precisamente lo que me tocaba vivir”.

Quique el bakala

Quique alternaba su vida en L’Hospitalet con temporadas en el pueblo manchego de sus abuelos. Allí tenía colegas que vivían en Valencia y fue a través de esta mediación que Quique se inició en la música que comenzaba a estar más de moda: el Bakalao. A menudo organizaban viajes a Valencia para ir de festival: “allí uno llevaba tripis, otro speed, otro mescalina, los más rácanos solo llevaban porros, pero por lo general se creaba una especie de concurso para ver quién había traído mejores drogas. Al final hacíamos cata general, lo compartíamos todo, así que los ciegos eran realmente fuertes”. Fue por aquella época cuando Quique se presentó a la mili como voluntario para ganar algo de dinero. A su vuelta, se hizo taxista en Barcelona y en vistas de que la situación personal comenzaba a mejorar, Quique vio una oportunidad de enamorarse e iniciar una vida independiente. Ella era Carmen, una chica de Barcelona a la que le encantaba la fiesta, más incluso que a Quique: “era muy festera, tanto que todos los fines de semana quería que fuéramos en el taxi hasta Valencia, así que como estábamos tan ilusionados accedimos a comprar un piso en la capital de la Ruta”.

Una vez se trasladaron a Valencia, Quique comenzó a trapichear con cocaína: “era lo más rápido para conseguir pasta y esto me permitió tratar con gente de más nivel social”. Pero Carmen llevaba un ritmo que Quique no podía seguir: “sí es cierto que yo era camello y me drogaba hasta ponerme loco, pero también trabajaba con el taxi y pensaba en el futuro, en si algún día tendría hijos… Ella no, solo vivía por la coca, se metía alrededor de cuarenta rayas al día, una cada media hora, y nuestra relación fue degradándose hasta que finalmente vendimos el piso y cada uno se fue por su lado”. Quique se fue poco después a vivir al Perelló, en pleno núcleo bakala, a casa de un amigo que le permitía desplazarse en un santiamén a las discotecas donde tenía más clientes, así que la situación le pareció ideal para ahorrar algo de dinero. Pero entonces, con 28 años, Quique comenzó a manifestar síntomas psicóticos y se obsesionó con que la policía secreta le seguía a todas partes. Era hora de iniciar un cambio y pensar en llevar una vida de la que pudiera sentirse orgulloso.

Enrique

Recorrer un camino equivocado es tarea que todo el mundo vive, pero para Enrique, están los que al percatarse del fallo retornan por donde han venido y los que hasta que no se chocan con el final del camino no cambian de tercio: “yo soy de los segundos, llegué a un punto en que me quedé loco, sin pasta y mi colega me invitó a pirarme de su casa. Entonces me fui un año a  Cuenca a desengancharme de las drogas más duras”.

Con 30 años Enrique volvió a Valencia y recuperó su licencia de taxista. Ilusionado por comenzar una vida nueva, fue diagnosticado con VIH tras hacerse uEnrique3nos análisis rutinarios. Él no podía comprenderlo, si no había sido vía intravenosa –a Quique le aburría sobremanera el ciego adormilado de los heroinómanos- su enfermedad había tenido que transmitirse por vía sexual. Entonces comenzó a hacer balance de las mujeres con las que había intimado: “nunca sabré si Carmen tenía VIH porque murió al poco tiempo por sus desfases. Pero es probable que la vida nocturna, en los términos en los que yo la vivía, fueran de por sí un factor de riesgo, pues mantenía relaciones con cualquier mujer en medio de un ciego importante, lo que me hacía pensar que usar o no el condón no era importante mientras no dejara embarazada a nadie”.

Cuando Enrique fue diagnosticado con VIH pensó que el mundo se le venía encima: “pero con el tiempo sinceramente llegué incluso a agradecerlo porque me di cuenta de que hasta el momento solo había trabajado para cavar mi propia fosa”. Quique había tenido varias recaídas en su intención por dejar las drogas: “tener VIH me obligó a cuidarme de verdad”. Entonces, en medio de un proceso de medicación controlada, Enrique trató de eliminar por completo sus conductas adictivas: “eso sí, cuando hablo de drogas nunca me refiero a la marihuana”.

Con el tiempo, Enrique conoció un nuevo amor: “una noche recogí en mi taxi a una prostituta que trabajaba en una sauna del centro y me enamoré perdidamente de ella”. Era la primera vez que Enrique confiaba a alguien su condición antes de mantener una relación sexual: “creí que sería muy difícil, pero ella me dijo que tenía Hepatitis C, así que ambos nos protegimos durante el tiempo que duró nuestra relación”. Enrique inició un período de estabilización y comenzó a buscar excusas para no salir por la noche: “prefería llegar de trabajar y volver a casa junto a mi chica, que también había dejado lo suyo. Pero la relación no salió y me busqué la vida para hacerme con un nuevo techo para vivir. No podía tirar tanto esfuerzo por la borda”.

Enrique ha vivido silenciado durante muchos años y tardaría muchos más en contar su situación a familiares y amigos. Ahora, concienciado y lleno de energía, vive en un piso tutelado junto a dos compañeros también afectados por el VIH. Rodeado de amigos y especialistas se mantiene ilusionado por tener tanto que contar desde una posición privilegiada: “me encuentro más sano que nunca, mis pensamientos son claros, mi vida es tranquila y, habrá quien diga que no es para tanto, pero puedo asegurar que lo conseguido a día de hoy es todo lo que de manera disimulada siempre había andado buscando”. ♦ Pilar Devesa – Valencia

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